La idea nació casi de manera espontánea. “Mi papá siempre fue muy hábil para las manualidades. Un día yo quería un arbolito y él lo hizo. A partir de ahí empezó todo”, contó Vanessa. Con estructuras de hierro, trabajo artesanal y materiales reciclados, primero llegó el árbol y luego el pesebre, que con el paso de los años fue sumando figuras, luces y detalles.
Las imágenes —José, María, el Niño Jesús, el ángel, los Reyes Magos y hasta los camellos— fueron construidas por Hugo, mientras que los trajes y vestimentas están confeccionados por Vanessa, que es modista. Cada temporada, el armado se renueva y se ajusta, teniendo en cuenta el clima, la lluvia y el desgaste natural de los materiales.

“El Niño Jesús tiene más de 40 años, es mío, me lo regalaron cuando era chica”, relató Vanessa, quien reconoce que el pesebre tiene un fuerte valor emocional. “Lo hago por la nena que fui, por los recuerdos de mi familia y porque me hace feliz. Ver a los chicos del barrio que se acercan, que sacan fotos o que dicen que en su casa no tienen arbolito, es muy movilizante”.
El pesebre también cumplió un rol social importante en los últimos años. Durante la pandemia, fue un espacio que permitió el encuentro y el diálogo, especialmente para Hugo, que encontraba en las visitas una forma de mantenerse activo y conectado con la comunidad.
La instalación permanece armada hasta después de Reyes y, aunque requiere mantenimiento constante —corte de pasto, cuidado de cables y protección ante lluvias—, la familia renueva cada año el compromiso de volver a montarlo.
“Para nosotros no es una obligación, es algo que hacemos porque nos gusta y porque sentimos que aporta algo lindo al barrio”, resumió Vanessa. Y así, entre luces, figuras y recuerdos, el pesebre vuelve a cumplir su objetivo principal: mantener vivo el espíritu navideño.











